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Coriolano Amador, el hombre que trajo el mundo a Medellín

Amador trajo de Francia el primer carro a la ciudad en 1899. Cuentan los cronistas que el carro llegó un domingo al mediodía y que cuando pasó por el frente de la iglesia de La Candelaria la gente corrió, los caballos se desbocaron y el cura echó bendiciones.

  • Coriolano Amador, el hombre que trajo el mundo a Medellín
  • Afiche promocional del automóvil De Dion Bouton Petit voiture 6 chevaux. 1902. FOTO Henri Thiriet. Publicada por Lemaire Lith y J. Barreau, Paris. Getty Images
    Afiche promocional del automóvil De Dion Bouton Petit voiture 6 chevaux. 1902. FOTO Henri Thiriet. Publicada por Lemaire Lith y J. Barreau, Paris. Getty Images
hace 5 horas
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Medellín fue la primera ciudad de Colombia con metro, Medellín tiene el edificio más alto del mundo —hablo del Coltejer, perdónenme esta exageración—, Medellín es la ciudad más innovadora del mundo, Medellín es el mejor vividero, Medellín fue la ciudad escogida por Madonna para su concierto y no Bogotá... Medellín, Medellín, Medellín.

Los paisas tenemos delirios de grandeza y no nos da ninguna vergüenza. “A nosotros nada nos queda grande, Medellín tendrá mar”, dijo el alcalde Federico Gutiérrez en el evento en el que presentó el proyecto del Gran Parque de Medellín, en donde habrá 12.000 metros cuadrados de piscinas y 5.000 metros cuadrados de playas artificiales —lo mismo que dos gramillas del Atanasio Girardot—, que costarán 195 mil millones de pesos.



Cuando escuché las palabras de Fico, no me sorprendí para nada. Así hemos sido siempre en Medellín, casi desde el 29 de octubre de 1899, cuando los espectadores del Teatro Bolívar se levantaron despavoridos de sus sillas y corrieron por sus vidas cuando una locomotora se “metió” dentro del lugar. Pero en ese mes hubo varios sucesos que en la época no podían atribuirse a otra cosa que la brujería.

Diez días antes, el mismo día en el que comenzó la novena guerra del siglo XIX en Colombia, la Guerra de los Mil Días, sucedió otro suceso sobrenatural: dos hombres pasaron por la calle empedrada frente a la iglesia de la Candelaria sobre un objeto rojo, con ruedas como las de una carreta, que avanzaba con lentitud entre explosiones, sin ningún animal a la vista que los jalara.

Afiche promocional del automóvil De Dion Bouton Petit voiture 6 chevaux. 1902. FOTO Henri Thiriet. Publicada por Lemaire Lith y J. Barreau, Paris. Getty Images
Afiche promocional del automóvil De Dion Bouton Petit voiture 6 chevaux. 1902. FOTO Henri Thiriet. Publicada por Lemaire Lith y J. Barreau, Paris. Getty Images



Esos dos hechos tuvieron un común denominador, una misma persona detrás. Su nombre era Carlos Coriolano Amador Fernández, el hijo de un comerciante que nació en Medellín el 25 de marzo de 1835 y que partiría la historia de la ciudad en dos.

Coriolano trajo a Colombia uno de los primeros cinematógrafos de Edison, con el que proyectó la película La llegada de un tren a la estación de La Ciotat, de los hermanos Lumière, una de las primeras obras cinematográficas de la historia y que asustó al público de finales del siglo XIX en Medellín. También llevó a la ciudad el primer telégrafo y el primer automóvil que rodó en Colombia, un De Dion-Bouton, de color rojo, que parecía más un carruaje sin caballos que los autos que iban a llegar años después. “Cómo será el susto de la gente cuando me vea andar en un coche sin caballos; van a decir que son cosas del demonio”, dijo.



No se sabe a ciencia cierta cómo llegó ese vehículo hasta Medellín. La ruta más obvia pudo ser desde la Costa Atlántica por el río Magdalena hasta Puerto Berrío, y luego, por mula o locomotora, hasta Medellín. Tampoco se sabe si es cierto que Coriolano logró pasar frente a la iglesia de La Candelaria en el vehículo. Según otra versión, el De Dion Bouton llegó averiado a Medellín y entró cargado en hombros por varios hombres. Junto a él venía el piloto y mecánico francés Roberto Tisnés, con siete galones de gasolina que usaron como perfume una vez el auto se averió y no pudo andar más.

Al parecer, la única vez que se le vio andar al vehículo fue seis años después de su llegada, en 1905, en el primer hipódromo que tuvo Medellín, el frontón Jai Alai. Allí, se dice que los espectadores lo vieron dar vueltas produciendo “más ruido y humo que una locomotora”.

¿Cuál fue el destino del aparato? Hay quienes dicen que el original fue enterrado en el patio de una de las haciendas de Coriolano en el que hoy queda el barrio Buenos Aires. Por cierto, la propiedad estaba custodiada por una reja que era una copia fiel de la del palacio de Buckingham.

Colombia, en ese entonces, había tenido nueve guerras en un siglo, el país estaba más dividido que nunca entre liberales y conservadores, y Medellín era un pueblo tan remoto en el que la magia ocurría en cualquier esquina con la aparición del más mínimo avance tecnológico.

Amador pertenecía a una familia cartagenera, y como costeños, habían mirado al mar y más allá. No tenían una mentalidad montañera, encerrada entre laderas, sino que pensaban en los lugares de donde venía la brisa. Estudió en Jamaica y en Londres, y por eso levantó carreteras, puentes, minas y palacios que parecían adelantados a su tiempo, pero que buscaban conectar a Medellín con el mundo entero. También fue agricultor, industrial y hasta importador de ganado exótico.

Vestido con una margarita en la solapa, sombrero de copa de castor y bastón con esfera de Murano, Amador fue tan chicanero que hasta emitió billetes con su propio rostro, y circulaban como moneda legítima en la ciudad. Era, a la vez, un hombre admirado y odiado, comparado —aunque en extremos opuestos y guardadas proporciones— con otro personaje que un siglo después también dividiría la historia de Medellín: Pablo Escobar Gaviria. Ambos convirtieron la riqueza en obsesión y el poder en destino. Uno con el oro –Amador fue, entre muchas cosas, uno de los grandes mineros que haya tenido Colombia–, el otro con la cocaína, los dos elementos que más riqueza y más tristeza le han dado a este país.

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Las fiestas en la casa de Coriolano Amador duraban semanas. Las fuentes del patio se llenaban con champaña y encontrar músicos en Medellín por esos días era imposible: todos estaban en su casa. Algunos invitados recuerdan que allí se estrenó uno de los primeros gramófonos de la ciudad, en una fiesta en honor al maestro Francisco Antonio Cano, y que “era una diversión ver que muchas personas levantaban la carpeta buscando al que cantaba o hablaba”.

El gramófono y todos los objetos extraños con los que deslumbraba al Medellín de la época pudo haberlos traído de alguno de sus viajes a Europa, que solían durar hasta dos años. En ese entonces llegar a España o Inglaterra tomaba semanas, y él aprovechaba el recorrido para traer tantas cosas como pudiera, al punto de que una vez, después de un viaje entre 1885 y 1887, necesitó cincuenta mulas para cargar su equipaje, en las que, además de los inventos más innovadores de la época, traía “esculturas de mármol de Carrara, pianos de cola, mosaicos, hierro forjado, ventanas, vitrales, bronces, espejos, muebles, cristalería, alfombras, vajillas y carruajes” para amoblar sus mansiones.

Existen decenas de leyendas de Coriolano sobre sus viajes: una de las más sonadas es que se salvó de morir en el Titanic porque llegó un día tarde al puerto y no alcanzó a abordar. Otra leyenda dice que en una visita a España, en 1886, logró que los reyes lo invitaran a cenar y compró un título nobiliario: Marqués de Miraflores, de la Casa Borbón.



El antropólogo Víctor Ortiz es quizá la persona que más ha investigado la vida de Coriolano Amador. En una ocasión, durante un viaje a España, logró encontrar una pista de este último misterio, una pista en forma de sopera de oro, de 13 kilos de peso, en la sala siglo XIX del Museo del Prado. En la ficha técnica de la pieza dice: “donación a su majestad por el caballero colombiano don C. Coriolano Amador y distinguida familia. En ocasión de su visita a Palacio”.

En un museo colombiano, el más visitado del país, también hay un objeto de oro que perteneció a Coriolano Amador. Pesa 777 gramos y el Banco de la República decidió empezar con él su colección de objetos de orfebrería: se trata del poporo Quimbaya, el mismo que estuvo en la moneda de 20 pesos en los años ochenta, una de las piezas más emblemáticas del Museo del Oro.

Coriolano, incluso, estuvo a punto de hacer uno de los negocios más grandes de la historia de Colombia, algo que habría partido en dos la historia del país: creó la Sociedad Exploradora del Chocó, con la que envió a un grupo de exploradores, liderado por los ingenieros franceses Jorge Brisson y Alejandro Dieu, para encontrar la forma de hacer un canal que comunicara al océano Pacífico con el Atlántico, en específico, entre el golfo de Cupica y el pueblo de Napipí, a orillas del río Atrato en su camino al Atlántico.

Esta idea se le ocurrió a Coriolano once años antes de que Panamá se separara de Colombia, y fracasó porque, según los diarios de los expedicionarios, los inversionistas querían que la expedición se financiara a sí misma con el oro y las materias primas que pudieran explotar en el camino mientras determinaban la mejor forma de hacer el canal. El sueño duró solo cuatro meses.

Pero todo el esplendor se sostenía sobre un castillo de naipes: deudas impagables, hipotecas interminables, enemigos poderosos y tragedias familiares que fueron carcomiendo su legado.

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Amador fue infiel, derrochador y temerario. Sus deudas arrastraron a Lorenza Uribe, su esposa —y gran heredera—, a la ruina; su honor lo llevó incluso a la cárcel tras la muerte de un rival; y la desgracia lo alcanzó con la temprana muerte de su único hijo varón, José María Amador, al que hoy se puede visitar en el mausoleo más espectacular que tiene el Cementerio de San Pedro, un cementerio de mausoleos espectaculares.

Devastada, Lorenza dejó escapar una frase que resumía el absurdo de tanta riqueza: “¿Para qué bacinillas de oro si solo sirven para escupir sangre?”.

La historia de Coriolano Amador es la de un país que oscila entre la genialidad y la miseria, entre la modernización y el olvido, entre el oro y la sangre. Es el espejo roto donde Colombia se mira desde hace siglos: una tierra de tesoros tristes.

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