En 1876, en lo más tupido del monte, el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros estuvo a punto de morir. Una fiebre repentina lo tumbó cuando apenas comenzaba a dirigir la obra que debía cambiar para siempre el destino de Antioquia: el Ferrocarril. Dos años antes había firmado el contrato para construir la vía, pero ahora, postrado y sin cuadrillas a su cargo, veía cómo el proyecto quedaba paralizado por una nueva guerra civil que obligó a despedir a todos los trabajadores.
El plan inicial hablaba de 190 kilómetros de rieles entre el valle de Aburrá y el río Magdalena, calculados para ocho años y medio de trabajo. En la práctica, serían más de cinco décadas de tropiezos, bancarrotas y hazañas de ingeniería. Solo en 1929, tras medio siglo de espera, Medellín logró una salida ininterrumpida hacia el mundo exterior.
El primer riel del Ferrocarril de Antioquia se clavó en Remolino Grande —nombre que poco después cambiaría a Puerto Berrío, en honor a Pedro Justo, el gobernador que contrató la obra con Cisneros— durante un acto simbólico el 29 de octubre de 1875. Sin embargo, un año más tarde la empresa estaba todavía lejos de tener diseños definitivos.
Cuando firmó el contrato el 14 de febrero de 1874, Cisneros se mostró confiado ante la dirigencia antioqueña. Prometió echarse al hombro la obra sin conocer a fondo la geografía del departamento y con una instrucción apenas esbozada: partir del río Magdalena y llegar hasta Aguas Claras, en las cercanías de Barbosa.
La realidad lo enfrentó pronto. En 1876, en medio de una guerra entre liberales y conservadores que paralizó la construcción y obligó a despedir al personal, Cisneros decidió salvar del despido a un grupo de quince trabajadores. Con ellos, en una especie de expedición discreta, recorrió selvas, montes y ciénagas para reconocer el terreno y avanzar en los estudios de la ruta.
Según narró tiempo después el propio Cisneros, fue en una de esas jornadas en la que un aguacero los sorprendió mientras recorrían un remoto paraje ubicado a tres leguas del Magdalena. En medio de la nada, y con el agravante de llevar a cuestas varios días de mala alimentación y arduas caminatas, Cisneros cayó abatido por una fiebre que lo dejó inconsciente por tres días.
Cuando despertó desorientado, el ingeniero cubano apenas atinó a preguntarle a su tropa en dónde estaban, recibiendo de su capataz solamente la indicación de que ya estaban listos para regresar al puerto y la instrucción de que se preparara para el camino. Al darse cuenta de su mal estado, Cisneros le ordenó a sus hombres que lo dejaran quieto para morir tranquilamente.
“No señor, eso no es posible y además usted no manda ya; hoy mando yo. Móntese usted en esa silla que he preparado bien, de balso y guadua, y a mi espalda que bien sabe usted cómo mi muñeca y mis piernas no son flojas”, le respondió el capataz a Cisneros, según reconstruyó el ingeniero en su relato.
Con Cisneros a sus espaldas, fue así como la tropa empezó a abrirse paso por la ciénaga y cruzando por improvisados puentes de madera logró reencontrarse con el Magdalena, arrebatando de las “garras de la muerte” al empresario cubano.
La anécdota, publicada por EL COLOMBIANO en su edición de 14 de febrero de 1914 —año en el que la primera locomotora llegó a Medellín en medio de la euforia— pasó a la posteridad como una de las muestras de las adversas condiciones que tuvieron que soportar los trabajadores que hicieron posible la vía, venciendo enfermedades, accidentes y peligros de la compleja geografía.
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Aunque la historia reconoció a Cisneros como el gran impulsor del ferrocarril —y su estatua en bronce recibió durante más de medio siglo a los viajeros que llegaban a la plaza con su nombre en Medellín—, el proyecto ya venía gestándose mucho antes.
La idea del ferrocarril comenzó a discutirse en tiempos del joven gobernador Pascual Bravo y tomó forma durante el mandato de Pedro Justo Berrío, cuando en 1868 la legislatura le dio un primer visto bueno.
Ese mismo año, el cónsul de Colombia en Perú, Juan María Uribe, alcanzó un acuerdo inicial con el ingeniero Henry Meiggs para diseñar el sistema ferroviario. Pero las conversaciones se frustraron y fue entonces cuando apareció en escena Francisco Javier Cisneros, quien se ofreció a asumir el proyecto y terminó quedándose con el contrato, ya bajo la gobernación de Recaredo de Villa.
El contrato establecía que el Estado Soberano de Antioquia debía pagar hasta 11.000 pesos por kilómetro construido —con un límite de dos millones en total—, mientras la Nación se comprometía a declarar de utilidad pública la obra y a entregar sin costo los terrenos baldíos que fueran necesarios.
La empresa liderada por Cisneros obtuvo, además, amplias garantías: exención de impuestos por parte del Gobierno Nacional y de los municipios, una concesión de explotación por 55 años y la prohibición de expropiación durante dos décadas. Si después de ese plazo el Estado decidía recuperar la obra, debía indemnizarlo con cuatro millones de pesos.
Fue por cuenta de estas generosas condiciones, según reconstruye el historiador Juan Santiago Correa Restrepo en su texto El ferrocarril de Antioquia: empresarios extranjeros y participación local, que el contrato firmado por Cisneros fue uno de los tantos vistos como ventajosos.
Pese a lograr varias modificaciones en las condiciones, entre ellas que el tren llegara hasta Medellín y no hasta Aguas Claras —superando los 200 kilómetros de extensión—, la obra avanzó a paso de tortuga en manos de Cisneros.
Según señala Correa Restrepo, para 1885, año en el que la obra quedó en control del Estado en medio de otra guerra civil, la vía férrea apenas había llegado hasta Pavas, con solo 45 kilómetros construidos. Tras la salida de Cisneros, la obra se quedó estancada y fue asumida por Clímaco Villa y Baltasar Botero.
El 27 de febrero de 1888 se firmó un nuevo contrato con el ingeniero Charles S. Brown para que en seis años terminara la línea. El departamento le dio a Brown un plazo de ocho meses para que lograra un cierre financiero, pero al final no lo logró y la obra volvió a quedar en el limbo.
En la década de 1890 se buscó un contrato de crédito para resucitar los trabajos —este último acompañado por un escándalo de corrupción por cuenta de una jugosa comisión en favor de particulares—. Entonces se firmó un nuevo contrato de obra con una comisión de ingenieros estadounidenses, encabezados por Anthony Jones. Aunque la obra volvió a avanzar, el estallido de la Guerra de los Mil Días frenó nuevamente los trabajos en 1897, cuando la vía férrea iba en el kilómetro 66.
A mediados de 1905 las obras se reanudaron bajo la dirección del ingeniero Tomás Arturo Acebedo, nombrado director técnico. Su reto era enorme: reconstruir una vía arrasada por el abandono y las guerras, donde el material rodante, los edificios y hasta el telégrafo debían ponerse de nuevo en servicio. Para costear la tarea, el Estado volvió a endeudarse, emitió bonos y firmó nuevos contratos.
Con este nuevo impulso, la vía férrea alcanzó Girardota el 20 de octubre de 1912 y dos años más tarde llegó a Medellín, donde las primeras locomotoras fueron recibidas con júbilo por cientos de personas congregadas en el barrio San Benito, escena que quedó registrada en el lente de Benjamín de la Calle. Sin embargo, la línea no se consideró completa hasta 1929, cuando concluyeron las obras del Túnel de la Quiebra, que eliminó la interrupción entre las estaciones Cisneros y Botero, tramo en el que los pasajeros debían descender del tren y cruzar la montaña a lomo de mula por un camino carreteable de 27 kilómetros.
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La construcción de este túnel fue por sí sola una de las mayores proezas de la ingeniería antioqueña y se materializó tomando como base un proyecto de Alejandro López Restrepo, un estudiante de ingeniería de la Escuela de Minas que en 1899 presentó como tesis de grado un diseño de la estructura, para entonces concebida como osada y muy difícil de materializar.
El papel del presidente Pedro Nel Ospina fue decisivo para sacar adelante la obra: durante su gobierno no solo se reactivó el proyecto, sino que se aseguraron los recursos necesarios para hacerlo realidad. Los trabajos comenzaron en 1927 y, tras dos años de excavación, los frentes se encontraron el 12 de julio de 1929. El 7 de agosto de ese mismo año se inauguró el Túnel de la Quiebra, quedando finalmente completa la conexión entre Medellín y Puerto Berrío.
Casi un siglo después, el túnel sigue en funcionamiento como testimonio de la solidez de la ingeniería de la época. En una de sus entradas descansan los restos del ingeniero López, quien pidió como último deseo ser sepultado en su obra más significativa.
Fue gracias al ferrocarril que una Medellín con una industria en crecimiento pudo conectarse con el río Magdalena, la principal arteria comercial del país, y dejar atrás los tiempos en los que máquinas, mercancías y pasajeros tenían que sortear la escarpada topografía antioqueña a lomo de mula.
Textiles, carbón, materiales de construcción, café, leche y toda suerte de materias primas y manufacturas cruzaron el departamento sobre el lomo de la “mula de hierro”, que cambió para siempre a la ciudad y la convirtió en uno de los núcleos industriales más importantes de Sudamérica.
Aunque desde 1914, en medio del entusiasmo, fueron muchos los que señalaron que el próximo paso sería construir un tren hacia Urabá, las líneas hacia Puerto Berrío y Amagá fueron las únicas que lograron materializarse.
“Después de cuarenta años de rudo batallar con toda clase de obstáculos, tanto físicos como morales, pues si ha sido preciso vencer el clima, la fragosidad del terreno, la abundancia de aguas corrientes, la escasez de dinero, la falta de crédito para conseguirlo, preciso ha sido también en muchas ocasiones vencer la ineptitud de unos, la codicia de otros y la mala voluntad de muchos; después de tan larga y recia batalla suena hoy en la ciudad el alegre pito de la locomotora, anunciándonos con su elocuente lenguaje que el Ferrocarril de Antioquia está casi terminado”, reseñó con optimismo este diario en 1914, en una nota en la que la obra era comparada con un “viacrucis”.
En la segunda mitad del siglo XX, cuando el Gobierno Nacional asumió el control de la red férrea, el sistema comenzó a apagarse poco a poco. Las prioridades cambiaron y las carreteras pasaron al primer plano de la inversión pública.
Hoy, algunas estaciones restauradas, locomotoras rescatadas del óxido y tramos de rieles que aún asoman entre la maleza son los vestigios de un proyecto que, durante décadas, abrió camino y transformó para siempre a Medellín y a Antioquia.