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Este sistema nos ha mostrado que lo más interesante es que las víctimas son las primeras en pedir y aceptar el perdón; difícil de entender, pero igual tenemos que aprender a actuar el resto de los colombianos.
Por Carlos Enrique Cavelier - opinion@elcolombiano.com.co
Darío Echandía, con toda su inteligencia y bondad de político chaparraluno, calificaba a las élites —dadas las horrendas masacres y asesinatos durante La Violencia de los 50s— con una expresión que cogió camino culturalmente: “somos un país de cafres”. Durante la época de Pablo Escobar nos defendíamos moralmente diciendo que una manzana podrida no podía dañar toda la caja.
Yo creo profundamente en la bondad del ser humano. Pero venimos todos de épocas complejas donde las cosas se arreglaban matando al contrario, desencadenando en venganza otro asesinato, esta vez cometido por el adversario, etc. ¡Qué tal el eterno enfrentamiento entre “Montescos y Capuletos” de Shakespeare, en 1595! En contraposición, una mamá chimpancé, nuestros antecesores, difícilmente deja a su cría pequeña muerta, la carga por días no queriendo aceptar su realidad. Cualquier madre humana adora a sus hijos más allá de la vida y da la vida por ellos. Esa bondad y amor no desaparecen nunca.
Si es cierto que en condiciones de vida difíciles, los hijos abandonan el hogar. Y toman rumbos aún más enrevesados durante la adolescencia. Conocí una niña guerrillera de 17 años que había abandonado su casa por maltrato y falta de comida: apenas pudo cargar el fusil... Para la muestra, un botón: el fallido asesino de Miguel Uribe fue un adolescente de 15 años cumplidos, sin un hogar estable, con madre fallecida, buscado tarde por el ICBF, ‘enganchado’ para el asesinato por una gruesa suma de dinero... Obvio, no son justificaciones, pues son marionetas de poderosos que están arriba.
Es claro que nuestra violencia está engranada culturalmente en ciertos sectores de la sociedad. Y cuando no es física, es verbal, mucho más expandida. Margaret Mead, la famosa antropóloga, hizo una detallada descripción de varias sociedades básicas en Papúa Nueva Guinea, donde en algunos grupos la violencia era descarnada. En otros, el pacifismo era asombroso. Eso también pasa en nuestro país.
Pero claramente Colombia necesita una terapia de paz, empezando por el comportamiento de su liderazgo. Acordémonos que Einstein decía que el ejemplo no es la mejor manera de enseñar, ¡sino la única! Para ello, además, debemos restablecer la seguridad y mostrar que ciertos comportamientos no son admitidos y deben ser sometidos a la justicia, cualquiera que ella sea, tipo JEP, etc. Este sistema nos ha mostrado que lo más interesante es que las víctimas son las primeras en pedir y aceptar el perdón; difícil de entender, pero igual tenemos que aprender a actuar el resto de los colombianos.
Las exigencias de cárcel para “Griselda” por estar en el Congreso y haber cohonestado con el reclutamiento de niños tiene su espejo en los falsos positivos o en los crímenes de las autodefensas: es “él... , que tire la primera piedra”, una de las frases más conocidas del Evangelio. Nuestra incapacidad de convivir con el perdón contrasta fuertemente con nuestro aparente catolicismo profundo, pero selectivo: hasta nos santiguamos después de cada gol anotado.
¿Podremos ponernos en modo paz todos? ¡Pero todos!