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El año en que la democracia aguantó

Por eso, más que optimismo ingenuo, siento un optimismo responsable. Ese que no niega los problemas, pero tampoco se rinde al cinismo.

hace 5 horas
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  • El año en que la democracia aguantó

Por María Bibiana Botero Carrera - @mariabbotero

El 2025 será recordado por la enorme tensión institucional en Colombia. Un año en el que la democracia fue llevada al límite, estirada, presionada y provocada.

Fue un año de confrontación permanente, de lenguaje incendiario, de desconfianza sembrada desde el poder y de una narrativa que convirtió a las instituciones en adversarios políticos.

Y, sin embargo, también fue el año en que la democracia aguantó.

No porque todo haya funcionado bien, sino porque, pese a todo, los contrapesos hicieron su trabajo. El Congreso frenó excesos. Las Cortes defendieron la Constitución. Los medios de comunicación estuvieron vigilantes. Y la ciudadanía, cansada pero alerta, dejó claro que no todo vale.

Este año también nos dejó una herida profunda: la muerte de Miguel Uribe Turbay. Un hecho terrible que sacudió al país y nos recordó, con crudeza, que la violencia política nunca es cosa del pasado. Su asesinato no fue solo una tragedia personal y familiar; fue un golpe directo a la democracia: cuando la violencia entra a la política, todos perdemos. Ningún proyecto, ninguna causa, ninguna ideología justifica que se silencie una voz a través del miedo o la muerte.

Hubo, claro, muchas cosas que salieron mal. Los escándalos permanentes, la presión constante sobre las instituciones electorales, la deslegitimación del que piensa distinto, el uso del poder para tensionar la confianza pública. Todo eso erosiona, cansa y deja cicatrices.

Pero sería injusto —y peligroso— cerrar el año sin reconocer lo que sí resistió. Las instituciones se mantuvieron firmes. El país no cruzó líneas que, en otros lugares, ya se cruzaron. Colombia mostró que su democracia es imperfecta, lenta y a veces frustrante, pero sigue siendo el mejor arreglo institucional que tenemos.

También hubo motivos para sentir orgullo. Los artistas nos recordaron quiénes somos y nos devolvieron sentido de pertenencia; la resiliencia del empresariado evitó que el país colapsara en medio de la incertidumbre; muchos gobiernos locales se concentraron, sin ruido, en resolver los problemas cotidianos de la gente; y emergieron liderazgos femeninos sólidos, serenos y eficaces, que demostraron que otra forma de ejercer el poder no solo es posible, sino necesaria.

Por eso, más que optimismo ingenuo, siento un optimismo responsable. Ese que no niega los problemas, pero tampoco se rinde al cinismo. Ese que entiende que cuidar la democracia no es tarea exclusiva de jueces, congresistas o presidentes, sino de ciudadanos, empresarios, medios, academia y líderes sociales.

El 2026 se asoma como una prueba mayor. No solo será una elección. Será un examen de carácter colectivo. De nuestra capacidad de competir sin destruirnos, de disentir sin deshumanizar, de aceptar resultados sin incendiar las reglas del juego.

Este año nos dejó lecciones duras. También nos dejó una certeza: la democracia colombiana está bajo presión, pero sigue en pie. Y mantenerla así no es una opción. Es una responsabilidad.

Colombia no cerró el mejor año. Pero sí cerró el año en democracia.

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