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El niño sicario: el fracaso de todos

Juan Sebastián no es solo un agresor; es también un símbolo desgarrador de que estamos fracasando como Estado y como sociedad en materia de protección a la niñez.

hace 20 horas
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  • El niño sicario: el fracaso de todos

Las balas que hoy mantienen entre la vida y la muerte a Miguel Uribe Turbay no solo se alojaron en su cabeza y su pierna: perforaron también la frágil ilusión de un país que creía haber superado los años más sombríos de la violencia. Pero más allá del horror del atentado, existe una tragedia paralela, igual de cruda y quizá más devastadora: la historia de Juan Sebastián, el niño de 15 años que disparó el arma.

Juan Sebastián se acercó con sangre fría y aparentemente sin escrúpulos para dispararle a Miguel. Como a cualquier niño que le ponen a hacer un mandado: así como le pueden decir, vaya y compre una gaseosa, parece que también le pudieran pedir vaya y le dispara a este señor.

Cuando uno ve sus fotos empieza a sentir por ese niño un dolor parecido al que todavía hoy sentimos por Miguel Uribe. Su historia no empezó con una pistola en la mano, sino con una camiseta de la Selección Colombia, con abrazos con amigos, tortas de cumpleaños y momentos familiares que bien podrían encontrarse en el álbum de fotos de cualquier hogar colombiano.

En una foto, Sebastián con unos 5 o 6 años posa feliz, pasando el brazo por el hombro de un amiguito, los dos con la camiseta de la selección Colombia, haciendo una V de victoria. Como cualquier otro niño. En otra más se ve cómo le celebran el cumpleaños número 7, abrazado con su hermanita y alrededor de una pequeña torta. Hay fotos de los dos, en otros espacios, también abrazados y felices tanto con su mamá como con su papá. En otra de ellas se les vé subidos en un carro con unos chalecos inflables como si fueran para la playa o para una piscina.

¿Qué ocurrió entre ese niño sonriente y el adolescente que jaló el gatillo? No hay una única respuesta pero hay varias pistas dispersas que comenzaron a hacer diferente la vida de Sebastián. Su madre murió no está muy claro en qué circunstancias, teniendo en cuenta que era joven. Han dicho que debido a una enfermedad. Su padre viajó a Polonia, país al que no pocos colombianos están yendo para ofrecerse como mercenarios en la guerra de Ucrania. Sea una cosa o la otra no ha vuelto.

A eso se suma un dato que hasta ahora no se conocía: Sebastián entró al ICBF cuando tenía 8 años por maltrato. ¿Quién lo maltrató? ¿Qué pasó con el niño en esta institución? Son cabos sueltos aún por investigar. Luego, en el barrio en el que vivía, como contó EL COLOMBIANO, había una olla. Sebas como le decían iba a la olla. ¿Qué tanto influyó quedarse sin papá y sin mamá para que cayera fácil en el oscuro mundo del vicio?

El Estado tuvo una segunda y una tercera oportunidad de salvarlo. Tanto el Distrito, donde el niño fue atendido; como el gobierno Nacional, que lo atendió en el programa Jóvenes en Paz, donde “duró dos meses, no asistió a ninguna clase, y se retiró voluntariamente”, según dijo el presidente Gustavo Petro.

El Estado fracasó, y no por falta de leyes o de presupuesto, sino por la desconexión entre el discurso y la acción. El ICBF, utilizado durante años para pagar favores políticos, ha sido más escudo de campañas electorales que instrumento real de transformación social. Los programas de prevención y acompañamiento juvenil siguen atrapados entre la improvisación y la burocracia, sin la capacidad real de sostener a quienes más los necesitan.

¿Tiene que esperar el Estado que un niño voluntariamente se quede? ¿O el programa tiene que ser tan potente para que quiera quedarse? Seguro hay muchos funcionarios comprometidos, que han salvado a muchos niños y niñas. Pero evidentemente hay otros que no y también es cierto que hay casos complejos que superan la capacidad de cualquiera.

Pero sería cómodo cargar toda la culpa al Estado. Como sociedad, también hemos fallado. Normalizamos la presencia de “ollas” en nuestros barrios. Miramos con desdén a los niños de la calle, como si fueran una amenaza y no un llamado de urgencia. Preferimos condenar antes que comprender, exigir castigo antes que asumir la responsabilidad compartida de su formación.

Juan Sebastián no es solo un agresor; es también un símbolo desgarrador del colapso de nuestras instituciones en materia de niñez y es un indicio de cómo estamos fracasando como sociedad en nuestro modelo de protección de los niños. En los últimos quince años, según reveló la revista Cambio, casi 7.000 menores han sido sancionados por cometer homicidios. Y son más de 96.000 los sentenciados por múltiples crímenes.

A Sebastián la vida, desde temprano, le fue arrebatando oportunidades, referentes y afectos: la muerte temprana de su madre, el abandono paterno, el ingreso al ICBF por maltrato, el entorno contaminado por el microtráfico y el paso fugaz por programas estatales que, lejos de salvarlo, apenas dejaron registro de su presencia.

Si no corregimos el rumbo —con programas integrales, funcionarios comprometidos y una ciudadanía verdaderamente vigilante— otros niños seguirán cayendo. No por maldad, sino por abandono.

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