San Carlos, rico como es en caídas de agua, piscinas naturales y charcos para todos los gustos, no se está conformando con esos atractivos para atraer a los turistas. Saben que pueden llevar las de perder a la hora de competir en esos aspectos con vecinos mejor posicionados como Guatapé o El Peñol.
Este pueblo del Oriente antioqueño también quiere potenciar su historia ligada con la tragedia que le trajo el conflicto armado y que prácticamente lo desocupó en los primeros años de este siglo, pero por lo pronto es apenas un proyecto en ciernes. Lo que sí están pululando en su territorio son ideas que le apuntan a un turismo vivencial o de inmersión, es decir aquel que busca generar en la persona sentimientos y conexiones. Dicho de otro modo: experiencias vitales que se apuntalen para siempre en la memoria y en el corazón.
En ese sentido, hay varios ejemplos, como la joyería donde más importante que vender alhajas relucientes, el negocio consiste en ofrecerles a los novios la posibilidad de que ellos mismos fabriquen el anillo que simbolizará su unión; o la empresa de chocolates donde los engomados con el cacao pueden hacerse un buen bombón o una barra a la medida con este alimento que muchos asociamos a la felicidad.
¿Y a quién se le puede ocurrir que un extranjero pueda motivarse a aprender español en un pueblo escondido entre montañas y rodeado de agua? Pues a Juan Camilo García y otro socio, quienes ofrecen paquetes en los que los foráneos aprenden el idioma de Cervantes caminando, nadando en aguas naturales y conversando con la gente del pueblo.
También hay un barista que enseña en vivo y en directo a hacer la mejor bebida posible, desde que el café está en semilla, el cultivo, la labor de beneficio, el tueste y lo que sigue de ahí en adelante. Igualmente, en un aprisco el visitante aprende de boca de los campesinos cómo se procesan los lácteos, puede ir a un apiario para observar el milagro por el cual las abejas convierten el polen en miel.
“La gente ya no quiere solo ir a un pueblo a emborracharse y montar a caballo; quiere vivir otro tipo de cosas”, apunta Stephanie García, artífice de la joyería Maleza.
Daniel Orrego, titular de la recién creada Secretaría de Turismo y Desarrollo Económico de San Carlos (tomó vida en enero pasado), explica que en el Plan de Desarrollo actual el turismo figura como uno de los seis ejes articuladores de la economía local, al lado de ganadería, café, cacao, comercio y piscicultura.
Pero lo que quieren es un turismo que no cause los problemas de gentrificación como en Guatapé, ni que los campesinos, que ya sufrieron una oleada terrible de desplazamiento por el conflicto armado de los primeros años del siglo XXI vivan otro éxodo por culpa de esta actividad económica.
La apuesta es por el agroturismo, un turismo de memoria para contar cómo el pueblo ha superado la violencia y el turismo experiencial, que implica el cuidado de las aguas y el paisaje a la vez que se potencian más iniciativas como las de la joyería Maleza, Chocofruts y Spanish Adventure.
Junto a los antes mencionados, Orrego relaciona otros proyectos también vivenciales como la ganadería sostenible en la vereda la Llore, o los relacionados con el cultivo del caucho y cacao.
“Hay fincas donde se muestra la siembra de un palo de café, cómo se cosecha y se llega a convertir en un producto orgánico que se hace en la región, se empaqueta y está saliendo incluso hasta Europa”, cuenta el funcionario.
Todo se complementa con la estrategia de vitrinas digitales para ofrecer productos y servicios a través de la web, con el fin de que los intermediarios no sean los que ganan, sino los productores.
La Secretaría de Turismo apenas está montando un plan al respecto, con un inventario de lo que tiene, la demanda probable y el escenario que quiere potenciar, pero en todo caso su intención es generar un turismo ordenado y planeado.
“San Carlos es un lugar mágico. Tenemos el jaguar y el puma, y un corredor con nutrias, primates. Fuera de eso, son más de 73 quebradas, siete ríos y 150 cascadas. Es como un paraíso en la tierra y por eso queremos conservarlo a través de un turismo regenerativo”, dice Orrego.
Ahora está consolidando la información para editar un directorio agropecuario, otro comercial y otro turístico. Para este último, están caracterizando a los operadores en esa área. Por lo pronto se sabe que en San Carlos hay 16 guías turísticos profesionales y una red comunitaria de turismo con 33 emprendimientos comunitarios.
“Estamos generando una estrategia con base en la experiencia japonesa para identificar tesoros naturales y generar condiciones alrededor de ellos para el turismo, con servicios como hospedaje, guianza y transporte”, apuntó.
Igualmente han hecho talleres de atención al cliente en alianza con el Colegio Mayor de Antioquia y está en ciernes la articulación entre varias secretarías para montar cámaras en la entrada del área urbana, con el fin de saber cuánta gente entra y sale en carros en días claves, dentro de un monitoreo para obtener información esencial a la hora de tomar decisiones no solo en materia turística.
Un factor que dinamiza el turismo es la nueva vía pavimentada por la que se llega desde Medellín a través de Granada, sin soportar los trancones viales que se forman en la vía El Peñol-Guatapé. Ello no solo permite llegar en apenas dos horas y media, sino deleitarse a lo largo del recorrido con la fauna silvestre. Si está de buenas le puede tocar, como a los periodistas de EL COLOMBIANO, ver en ese trayecto a titíes saltando entre los árboles.
Amores que se sellan con una joya hecha por uno mismo
Stephanie García no se ufana de hacer las más hermosas alhajas, sino de tener atesoradas en su memoria inverosímiles historias de amor de cuenta de su joyería, Maleza, que luce poco pretenciosa en una esquina, a dos cuadras del parque principal de San Carlos. En alegoría al nombre, la fachada tiene una enredadera colgada, por la cual se le reconoce, en vez de diamantes o figuras resplandecientes de oro. Al entrar uno encuentra un espacio de unos 20 m2 y la maquinaria esencial para transformar metales.
Stephanie tiene 33 años. De niña pasó muchas vacaciones en San Carlos, vivió la primera parte de su juventud en Estados Unidos, luego volvió a Medellín, comenzó la carrera de diseño en el ITM y en medio de eso tuvo la necesidad de estudiar joyería en una academia para desarrollar un proyecto de branding en el que se empeñó en crear y posicionar una marca de joyas.
Con la pandemia del covid-19, como su aspiración era vivir tranquila, decidió venirse con su hijo pequeño (tiene 10 años) a San Carlos, donde había pasado momentos muy felices. Pronto se emparejó, tuvo otra hija (ahora tiene 3 años) y armó su proyecto económico fabricando joyas en la casa y las vendía en ferias artesanales. Ahí se fastidió de que subvaloraran su trabajo y se le ocurrió que si esas personas tenían una experiencia inmersiva en la joyería podrían entender el valor intrínseco de su obra.
El “conejillo de indias” de su aventura pedagógica llegó a través de un guía turístico, luego hizo un par de ensayos con amigos y el arranque definitivo fueron dos jóvenes influencers que colgaron los videos en redes. Desde entonces el taller no para de recibir personas que llegan a elaborar una argolla, un dije o un brazalete hechos por ellos mismos como símbolo de amor, porque todos los días se enamora la gente y cada uno quiere ponerle un sello personal a ese sentimiento.
La experiencia dura cuatro horas. Arranca con la entrega de una libreta adornada en la pasta con dibujos de animales de la región, en la cual se escribe una carta con los sentimientos hacia la persona receptora; hacen algunas pruebas con material de desecho, a manera de borrador de lo que vendrá; luego ella les pasa una laminilla de plata y comienza la labor delicada de modelar la joya. Los más meticulosos, dice Stephanie, son los hombres porque son conscientes de la dificultad que tienen para controlar la fuerza bruta.
Al final, reciben un estuche para su joya y una bolsa de tela con el resto del kit, en el que hay la guía para un ritual en el que le piden a la naturaleza permiso para usar un elemento que proviene de ella, agradecerle a la vida y hacer la entrega formal al destinatario.
Stephanie calcula que de octubre de 2024 hacia acá han pasado por el taller unas 500 personas a vivir esta experiencia. Ha habido de todo: amigos que sellan su amor filial, parejas heterosexuales y homosexuales, madres e hijos, parejas de jefe-empleado unidos por romances de oficina, etc, etc. Añade que se siente importante de que muchos vengan exclusivamente de otras ciudades y hasta de otros países.
Hace unos días recibió un binomio mamá-hija. De pronto, en la escritura de la carta inicial sintió un moqueo y resulta que ambas estaban llorando. Luego la chica le diría al oído que a su madre le quedaba poco de vida, y aunque no lo preguntó en el momento, Stehpanie supone que decidieron ir porque la joven quería atesorar algo de su progenitora cuando ya no estuviera.
Hay cosas más extrañas, como la embarazada que, hace dos meses, le hizo el anillo de los 15 años a la hija que llevaba en el vientre.
“También vienen muchas reconciliaciones, gente que termina y vuelve, entonces están en plan de reconquista; personas que se odiaban mucho y de la nada se enamoran; jefes que se enamoran de sus empleadas..., o sea, todas las formas posibles de uno enamorarse” y sellan ese vínculo en torno a un anillo.
Igualmente, hay personas que deciden regalarse a sí mismas algo como símbolo de felicitación personal por un logro reciente.
Chocofruts, el “universo” en el que enseñan a procesar el chocolate
De manera jocosa, Verónica Marín manifiesta que la casa de tres pisos localizada a unas cuatro cuadras del parque de San Carlos es el “Universo Chocofruts”, porque en el primer piso queda la tienda, más parte del montaje de producción, en el segundo hay igualmente la mayor parte de la maquinaria y la bodega para la materia prima, y el tercer nivel es la vivienda de los trabajadores, que a la vez son familiares y dueños de esta empresa que fabrica golosinas de chocolate y enseña a hacerlas.
Al frente están ella (32 años), su esposo Sebastián García (30 años) y la cuñada, Luisa García (41). Los tres son farmaceutas y dejaron una droguería que tenían para dedicarse a este alimento de tiempo completo.
¿Cómo pasó esto? Luisa relata que ella y su hermano son parte de una familia desplazada en el año 2000 de la vereda San Miguel, que está a hora y media del casco urbano, porque les mataron varios allegados y a ella la iban a violar. Comenzaron a retornar hace unos 12 años y cuando sus padres volvieron a cultivar varios productos, entre ellos cacao, y vieron cómo lo pagaban de mal. Ella ya venía enamorada del chocolate y decidió montar un negocio para darle valor agregado al trabajo de los demás, pues acá solo se transforma el cacao sancarlitano, igual que la miel y la panela de la misma zona y buscan pagarles un precio por encima del estándar de mercado.
“Integramos en el chocolate todo lo que producimos en San Carlos y lo estamos mostrando al mundo; es la otra cara bonita, demostramos que pasamos de la violencia a recuperar nuestro territorio y a procesos productivos que pueden generan empleo, dar dignidad a las personas”, expresa Luisa.
Chocofruts nació en su cocina, con sus ollas y su estufa. Después ella se presentó al Fondo Emprender del Sena y en 2020, justo en pandemia, le ayudaron a tecnificar el proceso.
Un salto cualitativo ocurrió hace dos años, no solo porque abrieron la tienda sino con la visita de dos influencers especializados en comidas, quienes los catapultaron en la web. Al mostrarles cómo de una mazorca de pepas de cacao resulta una delicia, nació la idea de ofrecer los recorridos también como producto. El complemento perfecto es que Luisa y Santiago, su hijo de 22 años, son tecnólogos en guianza, mientras que Verónica es la de las redes sociales y las relaciones públicas.
La experiencia se llama Detrás del Chocolate, dura por lo menos dos horas, se hace en grupos de mínimo dos y máximo seis personas, en español o en inglés, vale $95.000 por persona, con reserva previa y cuenta con pólizas. Esta comienza mostrando los implementos con los que inició el negocio, sigue con degustaciones de algunas de las cerca de 120 referencias que se hacen acá, muestra el procedimiento de tostado y después cada uno se pone el delantal para darle forma a su barra de chocolate personal.
“Lo que a mí más me gusta es que se van con otra idea, porque muchos llegan a la tienda y dicen que por qué esa barra tan cara, pero después ven todo el tiempo y el trabajo que hay detrás, desde el cultivo, la fermentación y el secado del cacao”, apunta Verónica.
Hasta ahora han atendido a gente de diversas procedencias, entre ellos alemanes, franceses, chinos, vietnamitas, japoneses, ingleses y pakistaníes.
Al pueblo están viniendo foráneos a aprender español de forma inmersiva
Juan Camilo García, quien salió de San Carlos de niño desplazado por la violencia y estudió filología en la Universidad de Antioquia, tenía la idea de viajar por el mundo, pero como el plan se le truncó decidió hacer que el mundo viniera hacia él. Así fue como montó una especie de academia en San Carlos a la que llegan extranjeros a aprender español.
En general se trata de personas procedentes de Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Alemania, Australia, Canadá Suiza u Holanda, entre otros, que durante las temporadas de calores extremos o los tiempos gélidos en sus países prefieren venir a disfrutar del trópico.
Juan Camilo y su socio los enganchan con los paisajes naturales para vender una experiencia inmersiva en la que la mayoría de las veces las clases no se imparten en aulas cerradas sino en caminatas, descensos por una cascada o paseos por el pueblo para hablar con los lugareños.
Los programas están diseñados en periodos que van de 1 a 16 semanas, dependiendo del ritmo de cada estudiante, según explica Juan Camilo. También las clases varían en su metodología. Todas las tardes hay actividades culturales o al aire libre y el sábado es para vivir una gran aventura que puede ser un recorrido por canopy o una caminata larga, rematando en la noche con una velada en un bar para que intercambien con la gente del común. Así muchos se han emparejado y terminan quedándose o llevándose a sus amores. Otros se enamoraron de este estilo de vida y se quedaron para montar sus propios negocios.
Por Spanish Adventure, como se llama la escuela, en ocho años han pasado alrededor de 1.000 alumnos.
“La filosofía es que también se aprende de ellos, que estamos viajando sin salir de casa, porque conocemos nuevas formas de vida y de pensar”, apunta Juan Camilo.