Por qué alguien decide caminar de noche hacia un páramo —el ecosistema más frágil, frío y esencial de los Andes— puede parecer una locura para muchos. Pero para quienes han sentido alguna vez el llamado de la montaña, ese impulso se parece más a un regreso: volver a un lugar que no se conoce, pero que se intuye propio.
El Páramo de Belmira, también llamado Santa Inés, es uno de los tesoros ambientales más estratégicos de Antioquia. Son 34.358 hectáreas de vida hídrica, hogar de frailejones milenarios, musgos y pajonales que capturan cada gota de niebla para transformarla en agua. De allí nacen el río Chico, tributarios de la quebrada Candelaria y aportes vitales para el río Grande. Todo ese tejido líquido sostiene a más de un millón de personas en once municipios y en el Valle de Aburrá. Pero de noche, ese santuario es otra cosa: una mezcla de misterio, introspección y belleza feroz.
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Comienza la travesía: cuando la luna es la primera guía
El punto de encuentro fue la Terminal del Norte de Medellín, poco después de las 6:20 p. m. con morrales cargados y el cuerpo anticipando lo que vendría, tomamos el bus hacia Belmira. Dos horas después —dependiendo del humor de la vía— el paisaje urbano había quedado atrás. La montaña comenzaba a cerrar el mundo.
A las 8:15 p. m., desde el parque principal del municipio, dimos el primer paso. Caminos por potreros abiertos usando solo la luna como linterna natural. De noche, el sendero no se ve: se intuye. Y eso cambia todo. Cada paso exige atención, respeto, presencia.
Apenas dos kilómetros después llegó la primera prueba seria. A 2.960 metros sobre el nivel del mar, la respiración empezó a reclamar protagonismo. No falta oxígeno —dicen los libros—, pero sí moléculas por bocanada. El pecho se queda corto. El cuerpo protesta.
Respirar se vuelve un acto consciente, casi íntimo. Como un apneista antes de sumergirse en el mar abierto.
Nuestra guía, María Alejandra, de Alicángaros Enrutados, caminaba al lado de cada uno. “Lento y seguro. Respira”. Esa frase, repetida, se convierte en ancla. A pocos minutos, una compañera no logra adaptarse. La montaña no negocia. Por seguridad, se queda atrás acompañada de un guía local. Continuamos. No sin culpa. No sin respeto.
Primero fue el sereno: una llovizna leve, casi amable. En la ciudad no significa nada; en la montaña es una advertencia. Pocos kilómetros después, el aviso se cumple. La lluvia cae con fuerza, el sendero se vuelve barro y las botas se hunden como si la tierra quisiera retenernos. El frío atraviesa las capas de ropa, las manos duelen, las piernas tiemblan. La noche aprieta.
A medianoche, cuando mover los dedos ya es difícil, paramos. Aparece una cabaña vieja, abandonada, apenas muros, tablas y piso de tierra. No ofrece comodidad, pero sí refugio. Y eso basta.
La lluvia: cuando el páramo se pone serio
Nueve caminantes, dos guías, mantas térmicas y cuerpos buscando calor. Comer deja de ser un gusto y se vuelve necesidad: frutos secos, pan, chocolate. La aguapanela caliente llega como un pequeño milagro y el infaltable; el bocadillo.
En la montaña, detenerse es un ritual. Compartimos historias, reímos, y luego —inevitablemente— llegan los relatos de miedo. El bosque nocturno sabe escuchar y responder a la imaginación. Una hora después, la lluvia afloja. Seguimos.
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Frailejones: los guardianes del agua
Entramos en territorio de frailejones: lentos, solemnes, únicos. Crecen apenas un centímetro al año y convierten la niebla en agua. De noche parecen guardianes antiguos. Caminamos con cuidado, casi pidiendo permiso. Aquí no se invade: se pasa.
El ascenso se endurece. Rodillas al pecho, respiración marcada, mente en silencio. Ya no pensamos en la cumbre. Solo existe el siguiente paso. Y en ese esfuerzo aparece algo esencial: buscar el dolor también es una forma de encontrarse. Y cuando menos lo espera uno, está en la cima.
Entre las cuatro y las cinco de la mañana, el frío se vuelve feroz. Permanecer quietos cuesta. Temblamos. Esperamos.
Entonces, una línea roja se abre en el horizonte.
¿Ha visto usted un amanecer en un páramo?
Primero es rojo intenso. Luego naranja en capas. Después, un rosado que se filtra entre las nubes y alrededor, miles de luciérnagas que aún no se rinden a la luz.
A 3.350 metros, las palabras sobran. Con el cuerpo exhausto y el corazón abierto, lloramos un poco. Es gratitud. Es logro. Es belleza inesperada. Ese instante justifica toda la noche.
Después del amanecer, todo es distinto. Caminamos hacia las lagunas del páramo, heladas y silenciosas. Un sándwich frío con aguapanela caliente basta para seguir.
El descenso trae sol, risas, cantos inexplicables. Quizá felicidad. Quizá falta de cordura tras caminar toda la noche sin dormir. Da igual. Desde lo alto aparece Belmira: la iglesia, las casas juntas, el final. A las diez de la mañana regresamos al parque central. Domingo tranquilo. Nosotros, embarrados, cansados, felices.
¿Por qué hacer el Páramo de Belmira nocturno?
Para senderistas experimentados, es una prueba hermosa y brutal. Para quienes nunca han hecho trekking, es un recordatorio de que los límites no siempre están donde uno cree.
Pero para todos, absolutamente todos, es una oportunidad única: una travesía donde el cuerpo se reta, la mente se aquieta y el alma se ensancha.
El Páramo de Belmira nocturno no es solo un destino. Es una experiencia que acompaña por años. Es una conversación con los ancestros, con el agua, con la tierra que nos sostiene. Y es, sobre todo, una invitación a conservar, respetar y amar estos ecosistemas que nos dan vida.
Porque si algo enseña la montaña es que la belleza inesperada siempre llega. Y llega justo cuando más frío hace, cuando más cansado estás, cuando más oscura es la noche.
Ahí, en ese filo, aparece.
Recomendaciones para subir al páramo
No vaya solo. El Páramo de Belmira es un ecosistema exigente; lo ideal es ir acompañado y, preferiblemente, con guías certificados que conozcan la ruta y el clima.
Evalúe su condición física. Es una caminata larga, con fuertes pendientes y altitud superior a los 3.000 m s. n. m. Si no está acostumbrado a la altura, el mal de montaña puede aparecer.
Respete la aclimatación. Camine despacio, regule la respiración y escuche su cuerpo. En el páramo no gana el más rápido, sino el más constante.
Lleve ropa por capas. Primera capa térmica, segunda capa de abrigo y tercera capa impermeable. El clima cambia rápido y el frío puede ser extremo, incluso sin lluvia.
Proteja manos, cabeza y cuello. Guantes, gorro, buff o pasamontañas no son opcionales, especialmente en recorridos nocturnos.
Calzado adecuado y probado. Botas de trekking impermeables y con buen agarre. EvitE estrenar calzado el día de la caminata.
Alimentos de fácil consumo. Frutos secos, chocolate, bocadillo y bebidas calientes como aguapanela.
Lleve agua suficiente. Aunque no sienta sed por el frío, el cuerpo necesita agua en altura.
Cargue un kit básico de seguridad. Documentos, linterna frontal, baterías de repuesto, botiquín, manta térmica y silbato.
Cuide el ecosistema. No salga del sendero, no pise frailejones, no recoja plantas ni deje basura.
Evite el páramo si estás enfermo. Gripe, problemas respiratorios o cardiovasculares pueden agravarse en altura.
Ficha técnica – Páramo de Belmira Nocturno
Altitud máxima: 3.350 m s. n. m.
Altitud promedio del recorrido: Entre 2.500 y 3.300 m s. n. m.
Duración total: Aproximadamente 12 horas
Distancia total: Entre 15 y 18 km (incluye desvío a humedales)
Desnivel: Alto
Nivel de dificultad: 4,5 / 5 (Alto)
Temperatura promedio: Entre 9 °C y 18 °C (puede ser menor en la madrugada)
Clima: Frío, húmedo, con lluvias frecuentes y cambios bruscos