Resistir. A la indiferencia cotidiana del que pasa de afán sin mirar, al oficio que pierde relevancia por la tecnología, a la época más moralista de la sociedad, a una pandemia que arrasó con tanto. Quedarse. Preservando un legado familiar, sobreviviendo a la expansión urbana que todo lo moderniza, ocupando un espacio en la historia del lugar más frenético que tiene Medellín, su corazón.
En una ciudad que no tiene centro histórico, donde se tumban y se cierran lugares para abrir otros más rentables, persisten sitios, personas, ejercicios que se resisten a desaparecer, que responden con cierta rebeldía a la modernidad que todo lo quiere copar, aun cuando en el pasado fueron pioneros de ella. Con esa idea en mente, el periodista Ramón Pineda se ideó otro recorrido por el centro de Medellín, que solo ha hecho una vez. Se lo inventó cuando Comfama le pidió que creara una ruta guiada por ese sector que tratara sobre la esperanza.
Pero a él poco le gusta la esperanza, más bien lo aburre, y como lo que más se le parece a la esperanza es la resiliencia, pensó en sitios y personas que han sobrevivido a los embates en esa comuna, La Candelaria, donde confluye a diario más de un millón de personas y que tiene dinámicas casi imposibles de comparar con otras zonas de la ciudad.
Cevichería Miramar
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En los bajos de la estación Parque Berrío del metro, cerca de las gordas esculturas, una esquina es paradero para los que buscan un elixir de propiedades afrodisíacas o, bien, deleitarse con sabores de mar. Un “paraíto”, mejor dicho, donde no hay sillas ni mesas, sino que el cliente pide, paga, consume ahí o se va con preparación en mano. Dos ventanas abiertas; al fondo, estantes con huevos, borojó, kola granulada, miel, naranja y otras frutas, cebollas, brandy, vino, embrión de pato y frascos con vitaminas, algunas de nombres rarísimos, entre otros ingredientes se mezclan en cocteles de ostras; jugos como el Amor Prohibido y el Supervolador; o ceviches de camarón combinados con palmitos de cangrejo, atún y hasta pulpo.
Lo que hoy sigue ahí en toda la esquina del edificio conocido como el portacomidas, sobre la antigua “calle del codo”, empezó en 1968 como negocio de ostras y mariscos, después fue local de relojes y cigarrería. En 1974 la misma familia fundó la cevichería Miramar, el nombre que hoy conservan, y se abrieron campo con un menú de mariscos al alcance del bolsillo, en una Medellín aún tan aferrada a frijoles, arepa y mazamorra.
Las ventas, altas por su ubicación cerca del Palacio de la Cultura, donde funcionaba la gobernación, se vieron luego amenazadas. El sitio aguantó el golpe del traslado de ese emporio de poder regional, resistió los cambios por la obra de la estación del metro y no pereció en pandemia. Por el contrario, hoy que la comida de mar no es rareza, sigue vivo entre una clientela que incluye también a jóvenes y turistas, y no solo a su antiguo público, los mayores de 50.
La panadería que tiene el secreto del sabor
Dejando la cevichería, bordeando el Palacio de la Cultura, por el pasaje Calibío, se camufla otra imagen de resistencia: unos cuantos tinterillos, diez mal contados, siguen ahí con escritorio de madera y máquina de escribir aunque alguno tiene computador, en esa histórica calle donde antaño fue común que sirvieran sin descanso con papeleo para trámites en la gobernación. Los tinterillos, dice Ramón, le siguen dando al pasaje un tinte de pasado contra todo pronóstico en tiempos en los que manda la revolución digital. Certificados de ingresos, cartas de recomendación, contratos son algunos de los servicios que aún prestan tecleando en reliquias que, como ellos, siguen soportando los embates del tiempo y se niegan a desaparecer del todo.
Pero si de persistir se trata, dejando a los tinterillos y cogiendo Carabobo, donde empiezan a mezclarse talleres de motos, ferreterías, vendedores ambulantes y caos, hay un lugar pequeño, al que es posible pasarle por el lado sin verlo, que tal vez pocos saben que existe ahí, donde fue su segunda sede en Medellín: la panadería Palacio. “Es como una sorpresa llegar acá”, comenta Ramón, y razón no le falta. Tampoco cuando dice que sobrevivir como lo ha hecho esa fábrica de parva, la panadería más antigua de Medellín, es casi una hazaña.
Bizcochos de yema, bizcochuelos, panderitos, pasteles, mojicones, empanada dulce, pasteles, galletas, panes y roscas de anís, entre otros productos son fruto de un legado de 112 años. No nació propiamente en Medellín, pero aquí ha permanecido en su primera sede. Gabriel Jaime Castrillón recuerda la historia que le contó la familia desde chiquito. En Santa Rosa de Osos, Norte antioqueño, un fraile español les enseñó a preparar las recetas. Se fueron a Medellín a una primera sede en Cundinamarca con Juanambú, luego se trasladaron a la actual, entre La Paz y Zea, casi en 1960. “Los familiares se fueron muriendo, hoy estoy al frente de la panadería, que la empezó doña Carmen Palacio, luego siguió mi abuela Magdalena”, relata.
El lugar sigue siendo la fábrica de los productos que distribuyen a otras tres sedes que tienen en Laureles, por el Éxito de Colombia y en La Floresta. Se han mantenido pese a la pandemia, la proliferación de panaderías y el apogeo del marketing, bregando a conservar la tradición con ingredientes naturales, sin aditivos, dice Castrillón, que se echó al hombro la misión de conservar la panadería hace 43 o 44 años.
Una galería de arte en el lugar más improbable
Volviendo a coger Carabobo, bajando por La Paz hasta Cúcuta, está el refugio del artista Jorge Zapata, un lugar mágico, mil veces más desapercibido que la panadería, en todo el centro del Bronx, en medio del hervidero de personas de miradas perdidas, de cambuches arrumados y cartones y cachivaches por cantidades incontables. “Vamos a estar en el Apocalipsis”, anota Ramón con sonrisa de segundos: “En la galería de Jorge uno pierde la noción de dónde está”.
Es cierto. En algún punto de la vorágine que son esas calles, se abre una puerta casi invisible. Ahí tiene Jorge, hace cinco años, su último taller, de varios que ha tenido en el centro por casi 25 años. Al visitante lo reciben radiografías de pulmones con cáncer, que en la cercanía, superpuestos, dejan ver patrones de Marlboro; otras con dibujos grabados, líneas perfectas que forman escenas cotidianas; cuadros de colores brillantes que dan vida a los invisibles, como él llama a esos personajes que lo inspiran, que necesitan que alguien se acerque bien para verlos.
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Él los ve. El arte de Jorge se alimenta de esas que parecen almas en pena deambulando en un sector al que pocos quieren mirar en la ciudad, donde el artista encuentra la basura que luego vuelve arte, porque no solo pinta, convierte muñecas de plástico sin brazos o juguetes deformes, discos viejos y cuanto cacharro llega a su mano en pequeñas, coloridas y originales creaciones que alberga en ese mismo lugar donde expone las obras de otros artistas, como casi 40 dibujos en gran formato que unos recicladores le vendieron y de los que no tiene ni idea quién es el creador, o los cuadros de un hombre que aprendió a pintar en la cárcel y quien murió hace poco cuando lo estaba ayudando a exponer su obra, o las fotos de una mujer que se dedica a plasmar la vida trans.
Y allá sigue Jorge, en ese que parece un oasis en medio del Bronx, sin importar que tiene obras expuestas en el Museo de Antioquia o en el MAMM ni los premios que ha ganado ni que podría estar en el lugar que quisiera. “Jorge es como un etnógrafo del centro. Y no del centro de la Oriental para arriba, sino hacia abajo, donde está lo que toda la gente reniega del centro. Y eso me parece resiliente, porque él con esas obras tan poderosas podría tener esta galería en El Poblado y volver el centro algo exótico. Pero Jorge no lo pinta desde afuera, sino desde adentro”, resume Ramón.
La primera casa sigue en pie
Dejando atrás la galería oculta, subiendo hacia el Parque Bolívar, otro lugar se ha vuelto paisaje para transeúntes, comerciantes y residentes, pero es una joya arquitectónica de más de 150 años: la casa más antigua que queda en pie en la ciudad. En toda la esquina de Caracas con Junín, cuando todo eso era mangas, Pastor Restrepo Maya, industrial y pionero de la fotografía en Antioquia, hizo levantar una mansión de tinte europeo que se impuso por décadas.
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Pero como el patrimonio en esta ciudad que ha solido caer en olvido y decadencia, la esplendorosa casa tuvo en su planta baja locales comerciales, entre los que el más famoso fue el restaurante La Estancia, al que le hacían filas médicos y obreros de la zona; fue alquilada por alguien que la volvió inquilinato y la modificó con reformas prohibidas que, por fortuna, no terminaron en la inevitable muerte de estructuras similares.
Desde hace ya casi dos años, como bien de interés cultural de la ciudad, la casa está en proceso de restauración, una inversión millonaria, pero que vale cada centavo. Se proyecta que en el primer piso persistan los locales comerciales; en el segundo, salones de expresiones artísticas; y en el tercero, un museo y archivo histórico. Para Ramón, en esta ciudad que casi todo lo ha tumbado, es casi milagroso que esa casa de siglo y medio siga en pie.
El encanto del reservado
A unos metros de la antigua mansión, cogiendo Caracas y luego Sucre, un hombre invita a subir las escaleras hacia Rincón 70, uno de los pocos reservados que quedan en ese sector, tal vez el más antiguo. Cuenta Ramón que la explosión de reservados se dio entre los años 70 y 80, en especial parejas que querían estar en entornos de fiesta o bar, pero con una mayor privacidad o, bien, no ser vistos ni reconocidos. “Uno supondría que muchas veces eran amores prohibidos”, dice. Al subir, el oscuro lugar se ilumina con una tenue luz azul y cabinas que los clientes cierran o entrecierran para escuchar música, tomarse un trago; lo que pasa adentro cada quien lo sabrá.
Ramón alega con Mario, el encargado del lugar, cuando le dice que El Rincón puede tener hasta 90 años. “Yo no creo que tenga más de 50”, le responde, pero le da la razón en que sí debe ser el más grande y viejo que queda en Medellín y tal vez uno de los dos únicos con categoría exclusiva de reservados. El otro, El Túnel, queda al lado. Ambos están en la misma cuadra que el Sinfonía, el teatro porno más viejo de Medellín, el primero que abrió y el único que no ha cerrado entre casi una decena que llegaron a existir. Para Ramón, otro lugar resiliente, en una época en la que ver contenido sexual está al alcance de un celular y que resistió a un pasado en la que todas sus películas eran señaladas en las listas de cine inmoral.
Las eternas partidas en Los Peones
Un competidor tiene cinco minutos en el reloj y el otro tres para cada jugada. Más tiempo para el menos experimentado, cuentan mientras juegan una partida que debería terminar en jaque mate. Están rodeados de otras mesas con jugadores atentos y uno que otro curioso que observa. El Salón de Ajedrez Los Peones casi siempre vive lleno, cuenta Ramón antes de ingresar al lugar de amplios ventanales que queda en toda la esquina de Maracaibo con Junín desde el año 2000, cuando el ajedrecista don Gustavo Echavarría lo fundó. Podría decirse que el club tiene más de 25 años: antes de llegar ahí estaba más abajo, en Billares Maracaibo.
Hermes Echavarría, hijo de don Gustavo, cuenta que son una familia apasionada por el ajedrez. Su madre, doña Olga Zapata, maestra FIDE, fue campeona de Antioquia; el hermano mayor, Johan, que fue campeón joven de Colombia, es maestro internacional de ajedrez. Es un legado de don Gustavo que los demás hijos han sabido preservar, aunque jueguen con menor nivel.
El salón Los Peones también sufrió los estragos de pandemia y el negocio quebró, relata Hermes. Fue entonces que doña Olga, pues don Gustavo ya había fallecido, vendió el lugar a don Diego Ruiz, el actual dueño. Pero él mantuvo su esencia e historia, no solo dejando el mismo nombre, sino también conservando la clientela. Fue un cambio casi imperceptible que ha permitido que ajedrecistas aficionados tengan ese rincón en pleno centro para pasar las horas moviendo fichas, conversando, tomando tinto. Y aunque es uno de los lugares más jóvenes de este recorrido, 25 años no son poca cosa.
Encontrarse en Las Delicias
Saliendo de Los Peones, bajando por Maracaibo y cruzando Caracas, Perú y Barbacoas, hasta llegar a Palacé con Bolivia, está el último lugar de este recorrido. Adentro, detrás de la barra del bar está Ruby, quien abrió a mediados de la década de 1990 cuando en la zona proliferaban bares y discotecas gais que tuvieron un estallido después del 81, que se despenalizó la homosexualidad en el país. Las Delicias fue tal vez el bar más joven de la zona, pero es el único que perdura. Sobrevivió, como no lo hicieron los otros, a la expansión del Bronx que se consolidó por varios años; después, a la intervención institucional para acabar las ollas de vicio, una tarea que implicó extinciones de dominio y cierres en el sector; a la llegada de bodegas de reciclaje y chatarrerías; a la inseguridad que espantaba los clientes; a la pandemia.
En todos los momentos Ruby volvió a abrir Las Delicias. Es un rinconcito una cuadra abajo de la Catedral Metropolitana, en pleno sector de Barbacoas, esa calle torcida del centro donde se tejió un punto de encuentro social para la población LGBTIQ+ en una época de estigmas y rechazos. “Esta calle era como un extramuro de una ciudad donde hay una estructura como de cuadradito. Es como una cicatriz del centro, no es recta, no es calle ni carrera; se resiste a ser derecha y, justamente, ese mantra la va a acompañar siempre”, define Ramón.
La clientela vieja guardia, dice Ruby, no la ha abandonado. Hay artistas, intelectuales, activistas, bohemios, amigos que se han forjado por años. Pero también una nueva generación eligió Las Delicias para contribuir en una vida más larga, jóvenes del sector social, el activismo, el cine, la música y la fotografía, solo por decir algunos, se dan cita allí sobre todo de jueves a sábado.