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En un entorno donde la corrupción se ha normalizado, su firmeza constituye un poderoso acto de resistencia cívica.
Por David Ruíz - opinion@elcolombiano.com.co
En la tragedia de Sófocles, Antígona desobedece la orden del rey Creonte y decide dar sepultura a su hermano, privilegiando la ley de la conciencia por encima de la ley del Estado. Su acto, más que político, fue moral. Con su acción, Antígona buscaba preservar la dignidad de los muertos y, con ella, la de los vivos. Así, se erige en un símbolo de la conciencia individual frente al poder, demostrando que la convicción ética no se doblega ante la conveniencia.
Precisamente, esa es la razón por la que su historia trasciende los siglos, encarnando la valentía de quien actúa movido por un deber superior. Esta misma pugna se encuentra latente hoy en Medellín y se personifica en Paula Palacio Salazar, directora del Área Metropolitana del Valle de Aburrá. Al igual que Antígona, ella ha alzado la voz frente a los abusos de la administración anterior, recordándonos con su búsqueda de justicia, que la ética es la base de un buen gobierno.
Bajo la premisa de que “el dinero de la ciudadanía es sagrado”, la directora Paula Palacio reveló un complejo sistema de irregularidades en por menos 15 contratos suscritos por la Entidad, bajo la responsabilidad directa de Álvaro Villada, imputado por la fiscalía, y bajo la presidencia de Daniel Quintero en la Junta del Área Metropolitana, en los cuales, se habrían desviado cuantiosos recursos públicos. El presunto desfalco asciende a 200 mil millones de pesos, fondos destinados inicialmente a proyectos del AMVA, fueron desviados hacia una red de intereses particulares, afectando gravemente no sólo a Medellín, si no a varios municipios del Valle de Aburrá.
Frente a esta situación, Palacio tomó una decisión contundente: declarar a la entidad como víctima ante la justicia. Este acto trasciende lo convencional, pues busca reconocer que la corrupción perjudica tanto a las finanzas, como a la credibilidad institucional, erosionando la confianza ciudadana y traicionando el propósito mismo del servicio público. Así, al declararse víctima, el AMVA exige una reparación integral que restituya la dignidad de lo público, admitiendo la vulnerabilidad a la que fue sometida y declarando que el Estado también es un damnificado cuando sus servidores desvían los recursos. Con este paso, Palacio redefine el papel de la organización frente a la corrupción, pues, ya no es una simple denunciante, sino la voz que reclama su propia integridad, demostrando que lo público puede y debe defenderse con valentía.
En este sentido, lo que pudo haberse tratado como un simple hecho más de corrupción, Palacio lo ha convertido en un acto de reconstrucción moral. Al exponer las fallas, dar a conocer el costo de lo perdido y exigir transparencia; defendiendo una idea de Estado en la que el servicio público significa, ante todo, cuidar de lo común.
Al igual que Antígona, Paula Palacio eligió el camino de la verdad. Su batalla no se libra en el escenario de una tragedia griega, se desarrolla en los despachos judiciales donde se decide el destino del dinero público. Así, en un entorno donde la corrupción se ha normalizado, su firmeza constituye un poderoso acto de resistencia cívica. Sin lugar a duda, en tiempos en que la ética parece un lujo, ella demuestra que es, en realidad, la forma más sólida de liderazgo.