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A bordo de La Guajira: así es el viaje de Riohacha al Cabo de la Vela

Con una capacidad hotelera próxima a las mil camas, La Guajira es un destino atractivo para locales y extranjeros.

  • En el ámbito nacional, los nuevos vuelos desde Barranquilla, sumados a las rutas con Bogotá y Medellín, buscan fortalecer el turismo interno hacia La Guajira. FOTO camilo suárez
    En el ámbito nacional, los nuevos vuelos desde Barranquilla, sumados a las rutas con Bogotá y Medellín, buscan fortalecer el turismo interno hacia La Guajira. FOTO camilo suárez
hace 33 minutos
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Desde la ventanilla del avión que aterriza en la pista del aeropuerto Almirante Padilla, de Riohacha, se ve la parte de atrás de una fila de casas de concreto. Algunos niños miran al aparato volador con las manos en una reja verde de poca altura. Con 230.000 habitantes, la capital de La Guajira es un conjunto de edificios bajos, de tres o cuatro pisos. Luego, una vez estoy fuera del avión, caminando rumbo a las bandas de los equipajes, veo los anuncios del aeropuerto escritos en español, inglés y wayuunaiki, la lengua de los wayúu, una etnia con un millón de personas en el departamento.

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El aeropuerto no es grande. Me encuentro con los encargados de la visita de los periodistas y trabajadores de agencias de turismo. Pensado por la gobernación de La Guajira, el viaje tiene la meta de hacer visible la zona para los turistas nacionales. Los extranjeros llegan solos, atraídos por unas playas que no le envidian nada a otras del Caribe. Vamos en carro hasta el centro de Riohacha: transitamos por la avenida de los Estudiantes, donde están ubicados algunos centros educativos. A los pocos minutos llegamos al malecón de la ciudad, vacío a la hora en la que los vendedores de artesanías recogen sus productos y las campanas de una capilla regentada por los capuchinos llaman a la misa.

Al otro día, los guías organizan un desayuno de bienvenida. El menú trae salpicón de pescado –picadillo de raya–, arepa de maíz morado, arepuela de huevo. El grupo se divide en tres, según las regiones que recorrerán en las próximas 48 horas. Unos toman rumbo a la Baja Guajira. Allá se internarán en la provincia de Padilla, un territorio marcado con fuego y acordeón por el vallenato. Para no ir muy lejos, en esa parte del departamento queda La Junta, el corregimiento de San Juan del César en el que en 1957 nació el polémico e idolatrado Diomedes Díaz. La gente que va tras los pasos del Cacique encuentra la “ventana marroncita”, el sitio aludido en la canción homónima. A su vez, el grupo que va a la Media Guajira visitará el Santuario de Fauna y Flora, en el que si la suerte lo cobija verá desde un bote las bandadas de flamencos rosados.

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En mi caso, voy para la Alta Guajira, exactamente al Cabo de la Vela. Hasta ahora el conocimiento que tengo de La Guajira es estrictamente libresco. Primero, en las clases de historia del bachillerato me hablaron de Alonso de Ojeda, el navegante que sin desembarcar recorrió parte de las playas de la península de La Guajira. También, de esos años, recuerdo a Juan de La Cosa, quien fue el primer europeo en pisar las costas del Cabo de la Vela. La segunda fuente de información que tengo sobre el departamento es la novela Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda. Publicado en 1934, el libro cumplió una función similar a la que en su momento tuvo La vorágine al incluir en el canon literario geografías distantes de la nación.

De Riohacha al Cabo de la Vela hay 160 kilómetros de distancia. El camino escogido por el conductor de la camioneta 4x4 bordea los municipios de Mayapo y Manaure. La cinta de asfalto tiene pocas curvas y la atraviesan con frecuencia rebaños de cabras. También es sobrevolada por los carri carri, unos halcones que se alimentan de las iguanas y demás fauna atropellada por los carros. A ambos lados el paisaje es sobrecogedor. El mar es un imán que no para de atraer las miradas de los viajeros. Hacemos la primera parada en las salinas de Manuare.

Allí, en unas enramadas que hacen las veces de museo, una guía explica el trabajo para producir la sal marina. No se guarda la crítica sobre los bajos precios que ganan los productores que llenan 220 piscinas artesanales con agua de mar, las cuidan de la lluvia durante un mes o más y al final, cuando el agua se ha evaporado, raspan la sal para venderla en costales a los intermediarios. Dice que el reflejo solar en la sal ha hecho que varios trabajadores pierdan la vista. Al final de la charla, deja que los visitantes se suban a un montículo blanco para las fotos de rigor. La visita termina con un paso por la tienda de artesanías y de productos hechos con sal.

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El camino sigue. En este punto conviene decirle al lector que los guías y los lugareños recomiendan a quien esté interesado viajar al Cabo de la Vela hacerlo en compañía de agencias locales. La ruta no es fácil, menos en épocas de lluvias. Continúo: la próxima parada la hacemos en Uribia, el municipio considerado por los guajiros la capital indígena de Colombia. Allí pruebo el friche, un plato hecho a “base de carne de chivo, incluyendo vísceras y sangre, que se fríe en su propia grasa”, informa la IA. El sabor de la carne es distinto al de la pepitoria, el arroz emblema de la gastronomía santandereana. Durante el almuerzo, una funcionaria de la secretaría de turismo de Uribia habla del concurso Majayut de Oro, en el que se escoge a una adolescente wayúu para que represente a su pueblo ante otras comunidades. Las aspirantes deben hablar con fluidez wayuunaiki y español y tener la suficiente información de los rituales tradicionales. Este año el evento se realizará el siete y el ocho de diciembre.

Poco más de 60 kilómetros separan a Uribia del Cabo de la Vela. De momento, la recta está asfaltada hasta una parte. Después el camino se convierte en una franja aplanada, en la que los motociclistas llevan el rostro cubiertos y los chivos pastan en las bermas y los potreros. Un trozo del recorrido es paralelo a las vías del tren que lleva carbón del Cerrejón hasta Puerto Bolívar. El conductor dobla hacia un lado sin que avisos anuncien la entrada particular. Recorremos una trocha que pasa cerca a los gigantescos abanicos de los parques eólicos que transforman el viento en energía. Este paisaje recuerda ciertas secuencias de las películas de los vaqueros.

Al final del recorrido, el Cabo de la Vela. De allá quedan la imagen del sol escondiéndose en el mar, vista al lado de un faro. Doce horas después, sobre un bote de pescadores, vimos la salida del astro rey de un mar agitado por el paso del huracán Melissa. También quedan en las retinas el rojo de los vestidos de las wayúu, sus pasos de baile que parecen una huida y un juego. Y en el paladar se alberga el sabor del Yotsu, nombre wayuunaiki del chirrinchi.

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