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40 años de la tragedia de Armero: “No olvidaré jamás el olor a muerte”

Dos días después de la avalancha que borró a Armero del mapa, el sociólogo holandés Gerard Martin llegó a cubrir la emergencia. Esta es la versión original del reportaje que él publicó en el diario Het Vrije Volk, el 20 de noviembre del año 1985.

  • Gerald Martin en un lado de la foto. La tragedia ocurrió el 13 de noviembre de 1985, cuando la erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha que sepultó a Armero y mató más de 25.000 personas. FOTOS Niall Meagher
    Gerald Martin en un lado de la foto. La tragedia ocurrió el 13 de noviembre de 1985, cuando la erupción del volcán Nevado del Ruiz provocó una avalancha que sepultó a Armero y mató más de 25.000 personas. FOTOS Niall Meagher
  • 40 años de la tragedia de Armero: “No olvidaré jamás el olor a muerte”
  • 40 años de la tragedia de Armero: “No olvidaré jamás el olor a muerte”
hace 4 minutos
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Acabo de estar en Armero por dos días y todavía me rodea el olor a muerte. Un olor a tristeza, penetrante y nauseabundo de cuerpos humanos en descomposición. En todos lados cuerpos mutilados, cuerpos aplastados, entre escombros y lodo. Una tragedia inmensa, que da la impresión de algo de otros tiempos, cuando nosotros, los seres humanos, indefensos, nos dejamos sorprender por la naturaleza. Cuerpos arrojados indiscriminadamente por un mar de lodo, ofrendados a un Dios furioso. Una horrenda escena, ampliada por ese olor fétido y categórico, que dice todo.

Es el 15 de noviembre, y son las cinco y media de la mañana cuando avanzamos apurados por una trocha del campo. Muchas otras personas avanzan sobre la misma trocha en la misma dirección. Llevan una cuerda, una pala, una pica. Van en búsqueda de sus hijos, padres, hermanos y hermanas. Pregunto a un hombre quiénes de su familia han sobrevivido: “Nadie, señor, absolutamente nadie. Soy el único que está con vida. Nadie ha sido encontrado. Ni mi mujer, ni mis hijos. Yo estaba en Cali, trabajando, cuando escuché todo en la radio y me vine de una”.

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Es un flujo de gente triste. Todos dicen haber perdido a su familia o parte de ella, a amigos, conocidos, vecinos. Y sin embargo, todos van para buscar y preguntar. Distribuyen papelitos con los nombres de sus desaparecidos y un número de teléfono. Llevan un radio de bolsillo en el cual escuchan los anuncios caóticos de nombres de sobrevivientes que acaban de llegar a algún lugar o de muertos recién identificados.

En nuestro grupito somos cuatro. Ian y Niall, dos irlandeses, y yo, estudiantes de intercambio en la Universidad de Los Andes y periodistas freelance, solicitados desde nuestros respectivos países para viajar a la zona y mandar un reportaje. Y va Carlos, un amigo de Bogotá, quien parece haber perdido toda su familia materna en el desastre: abuelos, tíos, tías, primas y primos. Según Carlos, del sector de Armero donde vivieron, en cercanías del río Lagunilla, no queda nada. La posibilidad de encontrar un sobreviviente de su familia es mínima, pero la esperanza que le queda de encontrar familiares lo hace avanzar con determinación. Es voluntario en la Cruz Roja, movilizado como brigadista de rescate, y nos lleva con él.

Medio corriendo, sudando y a veces cayendo, subimos unas últimas colinas, y de golpe ante nuestros ojos se materializan las imágenes ya vistas en televisión. Un inmenso lago gris se estrecha delante de nosotros. Es el plano de lodo, donde sabemos que más de 20.000 personas han encontrado su muerte. Cerca de nosotros, hacia abajo, como una pequeña isla, se ve la única parte del pueblo todavía de pie. Veo el cementerio intacto, pero solitario, del cual ayer, en televisión, mostraron que helicópteros evacuaron sobrevivientes. Algunas secciones de calles que lindan con el cementerio también se ven intactas. Perros corren en ellas. Después, un pequeño anillo de casas parcialmente destruidas, con lodo en el primer piso, en el segundo piso, o con apenas una partecita del techo visible. Más allá de ellas, no hay absolutamente nada, excepto ese mar de lodo hasta donde alcanza la vista. Lo que sigue de pie es entonces una parte muy pequeña de lo que fue, hace apenas dos días, Armero, la ciudad blanca, la ciudad de algodón.

Por encima del mar de lodo, delante de nosotros, se levanta la cordillera central y en ella distinguimos el cañón por el cual se precipitó el cien veces crecido y enfurecido río Lagunilla, llevando con él árboles, rocas, arena, casas. Carlos nos indica una roca gigantesca, conocida como El Piñón, que siempre era un punto de orientación en la montaña. Ahora lo vemos más o menos donde, según Carlos, era el centro de Armero. Una evidencia más del devastador poder que asumió el río después de la descongelación de las capas de hielo del Ruiz, siguiendo su erupción.

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En la colina donde nos encontramos, la Cruz Roja ha instalado un centro de coordinación. Pequeños grupos de personas están sentados, sin nada o con una u otra bolsa de plástico, esperando transporte en helicóptero hacia un centro de apoyo. Entre ellos una pareja de avanzada edad. Serenos, pero asustados y de pocas palabras, me dicen estar agotados pero sentirse agradecidos por estar con vida. Cuando aterriza un helicóptero, recogen sus cosas y cojean hacia él. Vmos como el helicóptero se levanta sin ellos. El transporte de brigadistas y otro personal de emergencia es prioritario. La azotada pareja regresa a su lugar.

40 años de la tragedia de Armero: “No olvidaré jamás el olor a muerte”

Cuando bajamos la colina hacia lo poco que queda de Armero, el olor a muerte se intensifica. Nos ponemos las mascarillas que nos entregaron la noche anterior en un hospital de Mariquita, donde nos aplicaron inyecciones anti-tétanos. Por fin, nos topamos con el mar de lodo y el caos de cosas atrapadas en él. Desde aquí avanzamos sobre el lodo por una trocha improvisada de varias capas de corrugados, palos de madera, puertas de carros y pedazos de muros o techos de casas.

Ahora observo de cerca las enormes destrucciones: muros de casas desaparecidos, tractomulas destruidas y revolcadas. Entre todo aquello, comenzamos a identificar, con mayor frecuencia, cuerpos humanos. Cuesta distinguirlos entre los restos de colchones, muebles, bultos de café y todo tipo de escombros, ya que el lodo ha cubierto todo con la misma capa de gris ceniza. Es Carlos quien, por mayor experiencia, aunque nunca a esta escala, nos llama la atención hacia donde se encuentran los cuerpos, muchos sumergidos, excepto por una pierna, un brazo, la espalda, y muchas veces con mutilaciones. Después de dos días de muerte, los cuerpos ya están en parte inflados, coloreados de azul y en descomposición. A veces vemos dos o tres cuerpos juntos. Nos imaginamos que deben haber estado ya cerca de las colinas salvadoras de donde acabamos de bajar, cuando la avalancha les atrapó en su huida.

Inicialmente no entiendo por qué todos aquellos cuerpos no han sido recuperados, pero mientras avanzamos comenzamos a medir la imposibilidad de semejante tarea. Dado que es imposible transitar por el lodo, excepto por donde lograron construir una trocha como la que estamos siguiendo, la gran mayoría de los muertos tendrían que ser evacuados uno por uno desde el aire. Vemos como algunas personas desde la ribera lograron atrapar con un lazo el cuerpo de un niño muerto, enlodado, e intentan tirarlo hacia ellas. Tomamos fotos, pero inexperimentados que somos, preguntamos a Carlos si es apropiado hacerlo. Carlos considera que es nuestra responsabilidad dar cuenta de la tragedia como mejor podemos, pero también avanzar con él para ayudar.

Penetramos en las calles que siguen de pie. Las casas están cerradas con llave. Los perros corren entre botellas vacías de cerveza y gaseosa y ropa abandonada. No son las huellas de una fiesta pueblerina, sino de los supervivientes evacuados de acá. Ya no hay nadie, únicamente personal de rescate y personas que buscan familiares y quieren llegar a donde estaban sus casas. Para avanzar hacia las operaciones de socorro todavía en camino, subimos a los techos de las casas medio destruidas e inundadas de lodo. Avanzando sobre muros y canalones, vemos brigadistas en acción dentro de unas casas casi sumergidas y, cerca de ellos, un helicóptero parado en otro techo. Avanzamos lentamente en su dirección, e investigamos en el camino habitaciones en busca de sobrevivientes. Cuando el olor a muerte se intensifica, sabemos que dentro de las casas hay personas muertas. Vemos como la avalancha de lodo, como un tsunami, penetró casas y habitaciones por un lado y salió por el otro. Dentro de las habitaciones, inmóviles en el lodo, distingo partes de camas, de mesas, neveras. Nos dicen que todas estas casas ya fueron inspeccionadas por sobrevivientes, y que han encontrado varios atrapados entre escombros, y en lugares de difícil acceso, que ahora intentan salvar.

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Llegamos donde un puñado de miembros de la Cruz Roja que intentan mover un laberinto de láminas y guadua de un techo derrumbado para liberar una sobreviviente. Por debajo de la ruina del techo, entre un muro medio tumbado y lo que parece ser un mueble de madera, la cara desesperada de una mujer. ¡Está viva!, pero a toda evidencia muy sufrida. Cuenta que tiene 53 años y que durante dos días gritó por ayuda, que solo esta mañana los socorristas la lograron ubicar.

Uno de los jóvenes que intenta sacarla cuenta que la noche anterior montaron vigía en el techo de una casa vecina donde durante el día anterior habían intentado sacar otra mujer de las escombreras, sin lograrlo. Para no dejarla sola, decidieron trasnochar en el techo, pero la estrellada noche terminó siendo de horrores. En el silencio y la oscuridad escucharon desde varios lados voces clamando por ayuda. Por aquí un desesperado gritar o llamar, por allá un gemir o llorar, suspiros de dolor, a veces voces muy claras. La noche les hizo imposible actuar, y cuando se hizo día, con el retorno del ruido de helicópteros y brigadistas, no lograron más escuchar las voces y encontrar esas personas.

En la casa por debajo del techo donde durmieron siguen esforzándose en sacar a la mujer. No lejos de ella, por encima del lodo, las cabezas de dos personas ya muertas: su esposo y su hija. También está Rosa, de unos 40 años, además embarazada, y desde sus caderas hacia abajo está atrapada en todo tipo de materiales, y el lodo está casi hasta su cuello. Sus ojos rojizos y mortificados, evidencian su agotamiento. Leo el desespero total y un cierto pánico en ellos. Regularmente pierde conciencia. Dos jóvenes valientes de la Cruz Roja Colombiana se han metido en el lodo e insisten en su esfuerzo de salvarla.

En una casa, un poco más adelante, brigadistas intentan salvar a una joven de 23 años. Se llama Gladys Moreno y la avalancha de lodo la sorprendió en su habitación. Cuando el enorme ruido de la avalancha y el grito de la gente le avisó ya era tarde. Ella no recuerda nada de los muros que se rompieron en la oscuridad de la noche y de cómo la tibia masa de lodo la sumergió. Es bella, tiene aretes de oro puestos. Parece sonreír a través del hueco en un muro que los brigadistas hicieron para acercarse. Ella se encuentra atrapada contra una pared, pero dice que no siente dolor en sus piernas.

Durante horas nos quedamos en el techo de esta casa para seguir la operación de rescate. Con regularidad aterriza en algún techo cercano un helicóptero para dejar medicinas, bebidas y comida para los brigadistas. Aterrizan equipos internacionales de televisión. Hacen sus tomas y se van. Al comienzo de la tarde, bajo un sol inclemente, nos damos cuenta de que la mujer de 53 años fue salvada y es evacuada en helicóptero. A diferencia, la situación de Rosa se agrava sin parar. Le dan oxígeno, sueros y medicamentos, pero sus fuerzas disminuyen. Los brigadistas insisten en su intento de salvarla, pero también se quejan de que no son relevados y de que no llegan refuerzos. A mí también me sorprende la soledad de los brigadistas. No entiendo por qué no veo soldados ayudando y por qué no llegan herramientas apropiadas para ayudar a salvar los últimos sobrevivientes. Es como si prácticamente todo el trabajo de rescate fuera realizado por brigadistas voluntarios, y todos muy jóvenes, además.

Carlos opina que “desde arriba” han abandonado la esperanza de salvar más gente. Que más allá del enorme número de víctimas, no vale la pena un gran esfuerzo para salvar los pocos sobrevivientes que quedan. Que cincuenta muertos más o menos no hace mucha diferencia. Es difícil aceptar tal idea, cuando en la inmediatez de aquellos pocos sobrevivientes vemos como luchan mental y físicamente contra su inminente muerte. Es claro que ameritan todo el esfuerzo posible para salvarlas. Enfurece que brigadistas no cuentan con herramientas apropiadas para salvarlo.

En el primer piso de otra casa semi destruida e invadida de lodo, dos jóvenes intentan sacar a un hombre adulto. Sus piernas parecen estar fracturadas, porque cuando intentan sacarlo, grita de dolor. Con el calor sofocante dentro de la habitación, el hedor de tres cuerpos en descomposición dentro de la misma, y con el lodo casi hasta el techo, la operación es casi imposible. Los cuatro ayudamos en intentar sacar el hombre, tirando de los trapos y el cuero en el cual han empacado el cuerpo. Cada par de minutos salimos para oxigenarnos. No logramos nada. Solo generamos más dolor al hombre. Cuando regresamos a la casa donde aterrizan helicópteros, Rosa está muerta. La encontramos con la cabeza inclinada sobre el lodo. Únicamente por la mascarilla blanca que le pusieron se diferencia de los demás muertos en la misma habitación. Alrededor de ella, sobre el lodo, abundante sangre. Los brigadistas explican que es por la cesárea que en últimas la aplicaron para intentar salvar su bebe, pero fue en vano.

Salimos del sector en un helicóptero de rescate, que busca sobrevivientes en árboles y otros lugares a lo largo y ancho del mar de lodo. El sobrevuelo y el panorama desde el aire nos recuerda que la parte donde se realizan las últimas operaciones de rescate representa una parte mínima de lo que fue Armero. De las grandes haciendas en las zonas rurales y de la ciudad tampoco queda nada. A veces un techo sobresale del lodo. Un lodo que no fluye, que no se mueve, pero que da temor. El hedor a muerte sube hasta al interior del helicóptero. ¿O solo me lo imagino? Por las puertas abiertas de la nave, mientras intentamos ubicar sobrevivientes en árboles o en el lodo, alcanzamos a ver un montón de cosas indefinidas en el lodo. Es como si centenares de embarcaciones hubieran naufragado y en el mar calmado flotaran sus restos y los muertos, ya que desde el helicóptero se ven de manera más clara los cuerpos humanos. Cuerpos desnudos de hombres, mujeres, jóvenes y niños, en posiciones rígidas, y por causa del sol y la humedad horriblemente inflados. Me impacta el torso masculino que sobresale como una estatua por encima del lodo. También vemos enormes búfalos vivos, pero atrapados en el lodo y que no parecen poder moverse en ningún lado, y que mugen impotentes hacia el helicóptero. No entiendo de dónde puede haber salido esta gigantesca cantidad de lodo.

40 años de la tragedia de Armero: “No olvidaré jamás el olor a muerte”

El helicóptero nos deja en la misma colina donde iniciamos por la mañana nuestro recorrido. La pareja anciana no está. En su lugar hay niños que esperan transporte. Una niña llora y un muchacho sentado al lado me explica: “Ella es mi hermanita. Somos los únicos de nuestra familia que sobrevivimos. Cuando después de las explosiones se fue la luz, nos pusimos a correr por delante del lodo. Escuchamos un ruido enorme, como cien trenes. Pero los demás no querían irse. Mi padre dijo que fue un asunto de Dios”.

A las cinco de la tarde, con un sol rojizo poniéndose y fortaleciendo la impresión de estar en una escena apocalíptica, suenan todo tipo de pitos y alarmas. El Ruiz estaría otra vez a punto de erupcionar. Los equipos de brigadistas son advertidos con megáfonos de abandonar tareas y salir de la zona. En un ir y venir de helicópteros, somos evacuados hacia Lérida, al centro de operaciones de rescate para todo el departamento de Tolima. Los socorristas reciben comida y bebidas. Los heridos siguen siendo transportados hacia hospitales. Mientras tanto, brigadistas que reconocemos nos informan sobre a quién todavía lograron rescatar y a quién no. ¡Lograron sacar a Gladys! Pero tuvieron que amputarla una pierna por debajo de la rodilla y su otro pie. Estaría ya en algún hospital. También de Lérida nos obligan salir por el riesgo de una nueva erupción. En Armero no quedan brigadistas para acompañar los últimos sobrevivientes. Pasaran a solas otra horrible noche.

Una ambulancia llena de socorristas nos lleva a Ibagué, donde se encuentran la mayoría de heridos. Visitamos un hospital y un par de colegios transformados en centros médicos. Los heridos son atendidos sobre mesas de ping pong. Otra vez tengo la impresión de que casi toda la operación es organizada y equipada por voluntarios y brigadistas, y que los de la Cruz Roja Colombiana son verdaderos héroes. Durante la noche encontramos familiares en las entradas de los hospitales y centros improvisados de salud verificando listados de pacientes. Buscan familiares sobrevivientes. La inmensidad de la tragedia es evidente. Esa noche, en Ibagué, en la casa de un familiar de Carlos, donde nos recibieron a los cuatro, y tomando una ducha, intento quitarme ese olor a muerte de Armero. No fui capaz. Puede ser que logre quitármelo un día, pero olvidarlo es imposible.

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