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Sea lo primero predicar el máximo respeto que toda sociedad debe tener por la democracia, así como por las formas, prácticas y procesos mediante los cuales se pone al alcance de los ciudadanos. Esto nos compromete a todos en el ejercicio de nuestros derechos democráticos como electores, debiendo serlo con mayor ahínco y fundamente para quienes además aspiren a ser elegidos, máxima dignidad que ella brinda.
Quienes opten por ser candidatos en toda instancia y oportunidad en que se convoque elecciones, deben hacerlo demostrando el máximo respeto por la institucionalidad democrática. No se trata simplemente de cumplir unos requisitos para el cargo, los que en principio pueden lucir mínimos o de carácter selectivo, sino satisfaciéndolos con sobrada solvencia y en exceso, pero, sobre todo, demostrando que su aspiración es auténticamente sincera, y no en procura de posterior premio seco.
En varias democracias modernas surgen candidatos que con los años se convierten en figuras tradicionales, folclóricas y jocosas, pero inofensivas. Tal el caso de Goyeneche en Colombia, quien, aunque irrespetando la majestad democrática, es recordado por poner una pizca de humor, con propuestas como la de pavimentar el río Magdalena.
Recientemente en nuestro medio ha surgido un fenómeno bien diferente, no virtuoso y ni siquiera jocoso. Me refiero a la larga lista de precandidatos que aparecen con ocasión de nuevas elecciones presidenciales, muchos de ellos con mínimas o escasas condiciones como estadistas. Para refrescar la memoria, la última vez, tras procesos de depuración surtidos al interior de partidos y movimientos, llegaron a consulta ciudadana 16 precandidatos con ocasión de las elecciones legislativas, y 8 fórmulas presidenciales para primera vuelta.
Esta creciente práctica es una burla a la democracia, engaña y confunde a los electores y mina la solidez de los partidos políticos. Ella está arraigada en al menos dos circunstancias, ambas perversas; de un lado están los desbordados egos de varios de los postulados, quienes se presentan como en concurso de vanidades, y, del otro, aquellos que buscan provecho personal en reconocimiento, figuración en medios y, tal vez, hasta reposición de votos, pero con el recóndito objetivo de participar en posteriores elecciones de menor jerarquía -alcaldías, gobernaciones, cuerpos colegiados, etc.- Todos cometen abuso, aprovechándose inmodestamente de las oportunidades democráticas que debemos proteger y honrar.
Dadas las nefastas consecuencias de esta práctica, es imperioso erradicarla si aspiramos tener una democracia sólida y madura. Aunque enunciar cómo lograrlo es sencillo, también es lógico decir que requiere trámite y desarrollo legal en las instancias competentes, hasta convertirlo en norma electoral obligatoria. Me refiero a establecer, por ejemplo, una disposición que cobije a todos los precandidatos y candidatos presidenciales, según la cual quienes no obtengan votos suficientes para ubicarse al menos entre los diez primeros lugares, queden inhabilitados por los próximos tres años, a partir de la fecha última de la elección presidencial, para aspirar nuevamente a cualquier otro cargo de elección popular.
Con normas como la propuesta, cuántos de los 40 o más precandidatos que hoy figuran para las elecciones del próximo año estarían verdaderamente en contienda. No sigamos permitiendo que con tanta frivolidad abusen y se burlen de nosotros y nuestra democracia.
¡A decantarlos!.
